Relats / Fuentetaja



OTROS RELATOS

UNA OLOR ÀSPRA


Saps amor meu, quan plou faig pastissos. Em tanco a la cuina, perquè des d’allà no veig el cel, no m’arriba la llum grisa ni les gotes lliscant pels vidres. Trec la capsa platejada de les flors seques i els pots de vidre amb les espècies. Enfonso les mans a la farina mentre escolto la pluja que pica en el celobert y les gossetes descansen al meu costat. La Mia, que després de cinc anys encara té la mirada trista i l’Anouk amb el seu any acabat d’estrenar, el pèl de vellut negre i la punta de la  barbeta tan blanca que sembla un tros de cotó.


Recordes el primer pastís que vaig fer? Era de gerds, madurs i vermells. Potser no va ser una bona idea perquè creixen entre espines. Ens el vam menjar amb les mans, asseguts al terra del menjador. No havia parat de ploure en tot el dia, unes gotes afilades i fredes, però tu vas obrir la porta de la terrassa, perquè hi entri l’aire, vas cridar amb els braços oberts i els ulls tancats. Les gotes rebotaven a les rajoles com perles petites i ens esquitxaven i em llepaves els trossets dolços que se’m quedaven enganxats als dits i em feies riure.

Però avui, en lloc de pastissos he fet melmelada de taronja amarga. No sé per què. Ja havia omplert el marbre amb la farina, el sucre i la vainilla. També havia preparat uns pètals de lavanda per fer marxar les pors i un polsim d’ametlla perquè les meves paraules et puguin treure la ràbia que últimament veig en el gris dels teus ulls. La pluja queia amb força i l’Anouk, que és poruga, em mirava des de baix amb la punta blanca recolzada damunt del meu peu i l’orella dreta aixecada. No sé per què, però al final,  alguna cosa dins meu m’ha fet triar les taronges. Les he xafades amb les mans. He pensat en tu, assegut a la cabina del tren, tu, entre el negre dels túnels, tu, ressorgint de la foscor a les andanes plenes de gent. Cada dia les mateixes estacions, les cares repetides, les mateixes presses. Tu, que des del vidre panoràmic contemples les vides dels altres, com si fos un món inventat.

He mirat el rellotge que hi ha damunt de la porta de la cuina, aquell plat de ceràmica blanca que vam comprar en alguna excursió d’estiu i que ara té les bores greixoses perquè per netejar-lo m’he d’enfilar a una cadira i, com soc baixeta, encara m’he de posar de puntes i sempre he tingut vertigen i, no t’enfilis nena que el baixaré jo quan pugui, em dius sempre amb un to absent i sense deixar de mirar la pantalla encesa del televisor. La veritat és que com he de mirar cap amunt tampoc m’hi fixo massa.

A les set ja ho tenia tot al fogons. A l’aigua creixien bombolles que esclataven i fumejaven. El vapor de les cassoles m’ha protegit del fred mentre regalimava per les rajoles i deixava petits tolls damunt el marbre, també m’ha protegit dels meus pensaments.

Ahir va ser el teu aniversari. Quan vas arribar tenia la porta de la terrassa oberta i els llums tancats. Damunt la taula havia deixat un pa de pessic tou que havia cobert, amb els dits, de xocolata, negra, com a tu t’agrada, i uns talls blancs de pera que semblaven quarts de lluna. Pels costats vaig deixar caure pètals de roses vermelles, per al nostre amor, i de flors del taronger, per a l’esperança. A les deu vaig encendre dues espelmes de canyella, per allunyar les coses dolentes. Cada cop que escoltava el motor de l’ascensor m’arreglava el serrell amb les mans i corria fins a la porta amb el lladruc de les gosses entre les cames. Però quan vas arribar les espelmes s’havien fet petites i la cera havia tacat les flors amb rodones marrons. Et vas treure la caçadora de pell negra i la jaqueta vermella amb el tren petit brodat a la butxaca. Ho vas tirar tot damunt del sofà, t’hi vas deixar caure i vas encendre la pantalla. Llavors em vas mirar. Què hi ha per sopar? Un aire fred va fer rodar alguns pètals per la taula fins que van caure a terra i el cos em va tremolar per dintre. No et vaig mirar a la cara. Res.

Quan he acabat de fer la melmelada de taronja ha quedat una olor aspra. He obert la finestra per allunyar-la. Era tan forta que se m’ha ficat pel nas i se m’ha enganxat al coll. Les gotes de pluja han entrat a la cuina i al picar contra el terra semblaven llàgrimes. Y, saps amor meu, casa nostra ja no olora a vainilla




UNA NOCHE DE AGOSTO

Una de las cosas que la vida me roba con los años es el sueño. A cambio me regala tiempo. Largas horas de silencio de las que los pensamientos se apoderan sin compasión. "Y si...". Giulia, mi hija, que no para en casa, con la moto arriba y abajo, come mal, duerme poco. "Y si..." ¿Cuanto tiempo aguantará? Y Mía, mi perra que, con este calor sofocante de Agosto, parece no existir. Entre medio, algún que otro flash que no sé de donde llega. Imágenes de blanco y negro.

"Y si...". Hoy mi hija se va de vacaciones. Mil doscientos kilómetros, conducidos de noche. Ella sólo piensa en el agua fría del Atlántico y a mí, en cambio, se me llena la cabeza de bochorno, de cansancio, de prisas por llegar. Pensamientos de madre.

Al final, el sueño me coge desprevenida con los primeros hilos de luz y a media mañana me despierto con resaca, el cuerpo sudado y el camisón pegado a la piel. Mía baja de la cama entre bostezos y se tumba sobre las baldosas con la esperanza de poderse refrescar un poco, con los ojos medio cerrados y las patas que parecen más largas de tan estiradas. Escucho ruido en la habitacón de Giulia. Ruido de bolsas de plástico, roze de ruedas en el suelo y el golpeteo rápido de sus pisadas. Abro un poco la puerta y el calor suspendido en el aire se me echa encima. La veo intentando embutir ropa, zapatos, trastos de playa y la plancha para el pelo dentro de una maleta de cabina de avión, como si marchara para siempre. Cambia de maleta, le digo, no lo podrás poner todo. Sí, me va a caber, déjala, no, déjala y vamos a comer a la plaza. Ella me mira con la cara encendida y el flequillo pegado a la frente.

Mi hija es activa, constante, con un cuerpo menudo, una larga melena rubia (ahora teñida de oscuro) y una mirada verde. Tiene veintidós años, pero aún manteniene la coraza y la rebeldía de la adolescencia. Me apoyo en la puerta. Déjala, luego te haré yo la maleta, de acuerdo, me contesta, quiero macarrones. Noto una gota de sudor que resbala con pereza por mi espalda. Como tantas otras veces, me pregunto si me estaré equivocando. Pero ahora qué importa. Prefiero dejarlo para más tarde, para otra noche, como tantas otras, callada y sofocante.


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DESAYUNO EN LA PLAZA

Lo que me mueve es la costumbre, por eso lo primero que he hecho al regresar de vacaciones es ir a desayunar a la plaza. Y es que en el pueblo, con tanto calor y un montón de moscas zumbantes, sólo pensaba en el croisant y el te de jazmín.

Satisfecha y con el pensamiento, engañoso y reconfortante, de que hay cosas que no cambian, vuelvo a sentarme en la terraza del bar Curuba y a pringarme las manos con la gelatina del croisant. Cuando acabo, lamo los trocitos que se me han quedado pegados en los dedos. Esta es la primera parte de mi ritual diario. En la segunda, saco de mi bolsa la libreta y el bolígrafo, de tinta azul, y bebo un poco de te.

Porque es justo en ese instante cuando empiezo a escribir. Ese momento casi mágico en el que me llega el humeante olor a jazmín y las palabras empiezan a ponerse en orden para ser contadas. Y hoy, justo en ese instante, un chirrido metálico y un golpe en la espalda hacen que mi mano deje un garabato azul en la hoja. El bol con el te se ha balanceado sobre el platillo blanco y se ha derramado un poco en el papel del garabato. Me giro, con una mueca de cabreo y los ojos entornados y veo a un niño, de no mas de ocho años, de rizos rubios y mirada acuosa que se abre paso a manotazos entre las sillas. Lo miro y me ignora, igual que las dos mujeres que también acaban de sentarse. La mayor (deduzco que es la madre) debe explicar algo muy interesante porque habla rápido y gesticula de manera exagerada; la otra (deduzco que es la amiga, de la madre) pone los ojos como canicas mientras suelta exclamaciones del tipo "¿qué me dices?, ¡no me digas!, ¡no puede ser!, ¡ah!, !no!". Mientras, el niño ricitos, entre golpes de sillas, intenta meter baza, mamá déjame el Iphon, mamá dejáme el Iphon, mamá dejáme el Iphon, pero ella, y la otra, parecen no oirlo.

Convencida de que a ninguno de los tres les importa el garabato y el te caido en el papel, arranco la hoja, la arrugo y limpio las gotas que han quedado sobre la mesa. Recoloco el bol sobre el platillo, hoja limpia, boligrafo azul preparado, rebusco las palabras mirando el azul celeste de la pared del ayuntamiento de la plaza, los niños tumbados en el suelo que pintan la gravilla con tizas de colores y los otros que golpean con una pelota en la torre del reloj. Otro chirrido, otro golpe, mamá déjame el Iphon, ricitos insiste, ahora patalea contra la pata de la mesa. De nuevo me giro con los ojos entornados. Acaba de llegar otro niño, este con cara de saberlo todo, no mucho mayor que ricitos, y la mirada fija en la pantalla de un móvil que tiene entre las manos. Me pregunto si será el hermano, pero excepto ricitos que se le acerca a mirar a qué está jugando, las mujeres le ignoran igual que a mí.

La camarera les ha servido helados y dos vasos con un líquido verde que ha dejado frente a los niños. El mayor sigue con la cara pegada a la pantalla; ricitos coge una paja y en lugar de sorber sopla con fuerza. Mi abuela decía que cada cual fastidia como puede y él ha decidido ganarse la atención salpicando a todo y a todos. Lo consigue. Me cambio de silla, por si acaso. Con uno de los soplos el brazo de la madre chorrea verde. Esta vez sí que le mira, ¿estás nervioso cariño? le pasa los dedos por un rizo, lo estira y lo suelta de golpe con un movimiento de muelle. Otra vez se gira hacia la amiga, lleva unos días muy nervioso será la vuelta a la normalidad, ¡ah! sí, sí, seguro; mamá dejáme el Iphon, otro soplido, este año, sigue explicando la madre, ha sido el niño que más veces han sacado de clase, ¿ah, sí?. El mayor, por primera vez, levanta los ojos del móvil. Las mira con la expresión de saberlo todo, sonrie con los labios un poco torcidos y les suelta, como si nada, que ha de ser difícil que te saquen varias veces de clase por ser graciosillo, ¿ah, sí? Ricitos, como para cambiar de tema, se sube a la fuente que hay en la torre del reloj, abre el grifo y pone dos dedos en medio del chorro; la gente y los perros que pasan por allí se apartan de un salto para esquivar el agua. Mamá, exclama el mayor, antes de volver a la pantalla ¿sabes que Harry Potter tiene acné en la segunda peli?


La pregunta me deja tan desconcertada que, por unos minutos, agradezco que mis hijos ya sean mayores. Mi hoja sigue en blanco y el te frío. Lo bebo de un sorbo, por acabarlo, y guardo la libreta y el bolígrafo de tinta azul en la bolsa. Decido marcharme y me levanto con el pensamiento, real y desolador, que las cosas siempre cambian.




PORQUE TODO PASA ASÍ DE REPENTE

Andrea

María lo dijo muy claro, Camila ya no está con nosotros, y lo dijo con su voz aún de niña. El teléfono había sonado varias veces. Era un día de noviembre, azul, que yo miraba desde detrás de unos cristales empañados y de vez en cuando se resbalaba una gota hasta el suelo, fría.

Ya no está con nosotros. Las palabras me sacudieron por dentro para quedarse allí escondidas. Mientras la escuchaba todo me pareció de mentira, ha sido un accidente, el azul del cielo, la noche del sábado cuando regresaban de la Spezzia, los chillidos de los niños que jugaban en la plaza, hoy es el entierro, mis pies ya no existían, ni mis piernas, sólo mi estómago lleno de palabras. Mi madre me ha dicho que os lo dijera, ella no puede hablar. Mi mirada se perdió en una gota suspendida en el alfeizar de la ventana. Mi madre ya sabe que no podreis venir pero os lo quería explicar. Y entonces María me pareció mayor, pero sólo era una niña, más pequeña que Camila que tres meses antes había cumplido los dieciocho. Esta tarde la entierran. La gota se agarraba a la madera como en un largo lamento y su redondez suspendida tiró con fuerza de ella.

Ya no está con nosotros. Pero Alejandra y yo vivimos en Barcelona y ellos están lejos. Quizás por esto no hemos regresado a Italia, porque una parte de nosotras aún imagina a Camila esperándonos en la estación o de un lado al otro del bar, con su pequeño delantal blanco y los ojuelos que se le marcaban al reir. Porque cuando sonreía se le levantaba un poco el labio y las mejillas se le redondeaban. Porque si regresamos, las palabras de María de un día de noviembre, azul y frío, se transformarían en un vacío irreemplazable.

Desde nuestro pequeño mundo inventado parece que las cosas no han cambiado. Y aunque a veces mi cabeza se sigue llenando de argumentos para convencerme sé que ya nada es igual. Esa es la única realidad, cruel y acechante con cada recuerdo. Cruel y sin vuelta atrás. Porque en este corto espacio de tiempo de nuestra vidas (poco más de dos años) tampoco está José M., ni mi amiga Eli, ni siquiera Bimba, la perra labrador de tres años, de mis nuevos vecinos, que murió de repente, hace cinco días, por la verbena de San Juan. Porque las cosas que mas importan siempre pasan así, de repente.

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Nil

La petición de mi madre me liberó de los recuerdos del cementerio. Me gustó la idea "una despedida diferente para tu padre ¿qué te parece?, me preguntó". Hizo una mueca y me miró con los ojos un poco cerrados.

— ¿Lo harás?

Sabe que no creo en estas cosas. Siempre me río cuando la veo encender velas, escribir deseos en pequeños papeles, buscar días especiales, quemar incienso. La miro mientras trabajo en mi ordenador. Está bien si ella se divierte y realmente lo hace con la misma sonrisa que cuando llena la casa de flores.

— ¿Lo harás?

— Sí — respondí

— Vale — me sonrió y me llenó la cara de besos— ¿Qué te parece el próximo sábado, al mediodía? Si quieres puedes escribir algo... Lo engancharíamos en el globo, junto a su fotografía

No escribí nada. El día que habíamos ido al tanatorio, ya hace dos meses, me llevé mi teclado electrónico y toqué The Last Song, de Elton John. A José M. le gustaba.

Aquel día no lloré. Toqué cada nota con fuerza, con la rabia que se me escapaba por los dedos. Ésa fue mi despedida para él. No lloré, no podía hacerlo ni por mi hermana Alejandra ni por mi madre, pero las lágrimas me las llevé dentro y aún sigo con ellas en el cuerpo. En el cementerio las abracé a las dos, no podía hacer otra cosa, sobretodo cuando aquel hombre menudo y un poco encorvado, encaramado a lo alto de la escalera, intentaba sellar con cemento la piedra del nicho. Fue todo tan extraño, como si José M. se resistiera desde algún lugar. La piedra cayó dos veces y el hombre insistió hasta dejarlo todo perfecto.

Ya han pasado dos meses. Mi madre quería despedirse a su manera, algo especial, con el aire entre los árboles y los chillidos de los niños jugando en el parque. Ella se ha encargado de todo lo necesario: el globo de helio, la fotografía de José M. y un poco de alegría, aunque sea fingida, para no dramatizar el momento. Hemos escogido la parte más alta del Parque Güell, por la proximidad a nuestra casa y porque desde allí el cielo parece estar más cerca.

Mi madre ha ido todo el camino con el globo abrazado a su pecho y una hojas de color verde en la mano. Alejandra y yo la hemos seguido en silencio. Cuando hemos llegado hemos dejado las cosas sobre un viejo banco de madera. Mi hermana le ha dado un trozo de papel en el que se veían una palabras escritas en fucsia. Yo me he quedado detrás de ellas, casi espiando cómo cortaban pedacitos de celo y los colocaban con cuidado, primero para enganchar la fotografía, luego el papel de Alejandra a un lado y, en el otro, las hojas de color verde. He dejado que preparasen todo. La poca gente que había alrededor las ha mirado intentando adivinar qué hacían, pero ni siquiera se han fijado en ellos.

Yo las espiaba y ellas preparaban las cosas en silencio. Tenía ganas de acabar y largarme, me sentía pesado. Al cabo de un rato se han girado y me han mirado como si de repente se hubiesen dado cuenta de que estaba allí. Hemos cogido el hilo que colgaba del globo y nos ha dado un tirón al soltarlo. Mi madre lloraba y Alejandra se mordía los labios.

Un José M. borroso nos observaba desde arriba. Los tres le mirábamos y no me atrevía a bajar la cabeza. Ha ascendido muy lento y ha habido un momento en que parecía que caía, supongo que mi madre no había pensado en el peso de las hojas de color verde, y entonces ha empezado a correr "por favor sube, sube — ha gritado" hasta que la brisa se lo ha llevado, ha rozado las hojas de los árboles y ha desaparecido.

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Alejandra

Cuando me he despertado los ángeles me sonreían desde la mesita de noche. Antes los tenía en la estantería blanca, junto a los libros, pero cuando papá murió a principios de verano, no sé por qué, los cambié de lugar. Los ángeles me los había regalado mamá; eran blancos y suaves y yo los había pintado de dorado, con motitas brillantes de purpurina.

Mientras ellos me miran recuerdo que hoy es sábado y que al mediodía iremos al Parque Güell para despedirnos de papá. Mamá me preguntó si quería escribirle una nota. He decidido hacerlo, pero la verdad es que no sé que decirle después de un año que no le veía, y ahora está muerto ¿Cómo puedo despedirme de él con unas pocas palabras? Cómo explicarle que me he sentido tan olvidada, tan insignificante. Muchas veces telefoneaba, pero al móbil de mamá aunque le preguntara siempre por mí. Le decía que seguíamos siendo sus chicas ¿Por qué nunca me llamaba? "Se siente inseguro — decía mamá" Y yo sentía que le odiaba. Y ahora, de repente, ya no está.

Desde el día del accidente tengo nauseas. Ha sido un verano extraño, no he podido quedarme en casa aunque él hacía mucho tiempo que vivía en otro lugar. He intentado no pensar; he viajado; salido por las noches con mis amigas; he subido en helicóptero, en parapente, cosas impensables en mí por el miedo que siempre he sentido a volar.

Ayer empezó otoño y hay muchas cosas nuevas en mi vida que nunca le podré explicar. He empezado la Universidad y a trabajar unas horas en una guardería. No es esto lo que voy a escribirle en la nota, realmente no sé lo que escribiré, pero he decidido hacerla y ponerla en el globo junto a su fotografía. Escribiré en tinta fucsia, es un color bonito. Quizás la magia de la que habla mamá sea cierta. Nil no cree en estas cosas, pero necesito pensar que mis palabras le llegaran allí donde esté.

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SIMÓN Y LA BALLENA

Simón había recostado la cabeza en el respaldo de la butaca. Las palabras del tratado de gramática que estaba leyendo se habían desdibujado. Había dejado resbalar el libro de sus manos, sin cuidado, hasta que quedó mal apoyado sobre sus piernas. Se había dormido. Y de nuevo, como tantas otras veces desde hacía varios meses, se le repetía el mismo sueño: una ballena de piel azulada surgía de un mar que se confundía con el cielo.

Las campanas de la iglesia repicaron doce veces. Simón se removió en la butaca y la imagen de la ballena se desvaneció en el eco de las campanadas. Justo en el momento en que las figuritas del reloj de cuco de la habitación bailaban al ritmo de un vals.

Simón emitió un suspiro profundo mientras se incorporaba para dejar el libro sobre la mesa escritorio. Miró los papeles dispersos, las gafas de pasta negra, medio escondidas entre ellos, pensó que debía guardarlas en el estuche (no lo hizo). En unos segundos había olvidado las gafas. Se fijó en las traducciones, aún por corregir, que se amontonaban en la cubeta del trabajo pendiente. Estaba cansado, y ese peso en los párpados… Y ese sueño tan extraño ¿una ballena? Qué absurdo. Los sueños son absurdos.

El mar no le gustaba, sentir la inestabilidad bajo sus pies, el regusto amargo que le subía hasta la boca, se sentía inseguro. Había sido siempre así, aunque había crecido entre pescadores siempre supo que él no iba a seguir la tradición familiar. A pesar de la brisa refrescante que le envolvía a todas horas, de las canciones que llenaban la cantina del muelle al regreso de los pescadores, del olor del tabaco de pipa, de los colores del amanecer.

Se lo repetía muy adentro, aunque entonces era muy pequeño y no entendía bien el significado de aquellos pensamientos que pasaban como ráfagas. Tenía la mirada llena de historias de naufragios y de fábulas de ballenas de piel azulada, que él engrandecía con su imaginación.

Con qué claridad recordaba aquellos años. Las tardes en las que su madre le obligaba a ir al muelle a esperar el regreso de su padre. Esperaba sobre las tablas de madera que crujían al caminar, sin apenas moverse por si cedían. Le esperaba con un hormigueo en el estómago, incapaz de comer la merienda que llevaba envuelta en una hoja del periódico dominical y que guardaba para más tarde, para cuando su padre llegara con la barca y la marrara, con los músculos tensos, marcados por la fuerza, con esa manera de andar acompasada con el oleaje.

Hasta ese momento, Simón se quedaba sentado. Hasta que intuía que las barcas aparecían bordeando el espigón, sólo un vistazo rápido. Luego volvía a notar el contacto con la madera y distraía el miedo mirando la hoja del periódico. Su afición por las palabras había empezado durante aquellas esperas.

Las palabras que con el tiempo adquirieron un orden y un sentido del que, a sus sesenta años, empezaba a dudar.

De nuevo sonaron doce campanadas, más seguidas, el recordatorio de la medianoche. Simón hundió su espalda curvada en el sillón. Miró el espejo que colgaba en la pared en el que se reflejaba la estantería desordenada; su título de filólogo, enmarcado en madera oscura y los rostros, inmortalizados en pequeñas fotografías, de sus compañeros de graduación.

También veía reflejada parte de su cara, que quedaba cortada por el marco. Envuelta por la penumbra de la habitación. Todo permanecía inmóvil en el espejo, reducido a una imagen de dos dimensiones. Todo carecía de respiración, atrapado en su propia realidad.

Odió aquel espejo, su reflejo, paralizado en aquella imagen descuidada, sin afeitar, los ojos hinchados y un papada que reposaba sobre el cuello del jersey ¿Quién era realmente? Por unos instantes se sintió irreal. Rodeado por los libros de gramática y los diccionarios. Los libros que parecían conocerle mejor de lo que se conocía él mismo. Él, que los poseía, que había profundizado en cada una de sus palabras, era incapaz de descifrar el significado de sus sueños.

Durante años había estado llenos de pensamientos. Le bastaba el silencio de la habitación, donde guardaba sus trabajos, sus escritos… Las palabras surgían de una manera fácil, escarbaba en ellas hasta redescrubrirlas, jugaba con ellas. . Pero ya no quedaban significados, no quedaban amigos y de la familia sólo el cuadro que había pintado un amigo de sus padres.

No sabía cuál había sido el motivo, pero hacia unas semanas que había recordado aquel cuadro. Lo había buscado en el altillo y lo había colgado junto al escritorio. Era como si hubiera entrado un soplo de aire fresco por la rendija de la ventana. Los brillos centelleaban en un mar que se mecía lentamente, tan real como en sus recuerdos, y en el centro, la casa blanca, su casa, bañada por un destello de luz de algún sol de verano. Sus padre estaban sentados en el porche con una expresión natural, cotidiana, y Simón (tendría unos tres años) se escondía entre las faldas de su madre.

Volvieron a repiquetear las campanas de la iglesia, sólo una campanada, un golpe seco. Las figuritas del reloj de cuco bailaban de nuevo al ritmo del vals. Estaba cansado, y ese peso en los párpados… ¿Soñar con ballenas? Qué absurdo.

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LUNES DE LUZ

Los lunes hay que dar luz a los muertos. Mi madre me lo había explicado con una devoción que nunca tuvo antes. En casa, Dios era sólo cosa de curas y de la abuela, pero desde el día que vino la policía, empezó a encender velas. Una vela blanca, cada semana, que dejaba frente a un pequeño ángel que había puesto en la cómoda. Se les iluminaba la cara, a los dos, le acariciaba los rizos, le hablaba, le hablaba mucho, como si la figurita pudiera despertar de algún hechizo. Ese recuerdo se me quedó para siempre, de tanto escucharla, de tanto mirarla, con una fuerza arrebatadora que borró cualquier imagen anterior a mis estrenados cinco años. Las velas no me molestaban, la varita de incienso sí. No había un tiempo concreto para tocar y hablar al ángel, pero en algún momento paraba y miraba hacia arriba para asegurarse de que sus palabras serían escuchadas. Callada, cogía la varita, la encendía, soplaba la llama y un hilo de humo oscuro subía ondulante. Nunca soporté el olor, tan fuerte, se me pegaba en el cuello y me daba tos. A ella se le pegó en el cuerpo desde el día en que ellos vinieron y mi mundo cayó a trozos como la ceniza del incienso. Ese día era domingo, el sonido del teléfono me despertó demasiado temprano, pero mamá, había descolgado al primer timbre. Al rato, cuando ya me levantaba, sonó la campanilla de la puerta. A pesar de la tranquilidad perezosa de los domingos, no le di importancia a esos sonidos sacados de hora. Corrí descalzo, aliviando el calor de agosto en el fresco de las baldosas. Papá, grité, levántate que hoy me tiraré, ya lo verás ¿papá?¡levántate! La habitación de mis padres estaba vacía y la cama por deshacer. La gata blanca saltó de la cama a mis pies, se restregó en ellos y se marchó. Recordé la campanilla ¿Papá? Corrí hacia el comedor. Estaba mi madre, de pie con unos papeles mal sostenidos, y dos polis, no muy grandes, no muy altos, con camisas del azul del cielo, placas y un cinturón cargado de cosas como los de las películas de la tele. Cuando entré las tres cabezas se giraron hacia mí, nadie me sonrió, creo que ni me veía porque tenía una mirada rara, como la de mi amiga Clara cuando la profesora la reñía, a ver guapa ¿en qué nube estás hoy? ¿Es su hijo? preguntó el policía más joven, sí, vete a tu habitación Diego ¿Y papá? Por favor. Oí palabras confusas, pasos que se perdían en el recibidor y un golpe de puerta. La vi pasar con prisa, con una mano en el estómago y otra tapando la boca, escuché los vómitos, el agua corriendo, la gata acurrucada en mi almohada. En ese preciso instante supe que mi mundo pequeño y rutinario también podía ser un lugar frágil y lleno de sombras, como las noches en los cuentos que me contaba papá, aunque la razón no la entendí hasta mucho tiempo después. Poco a poco le cogió la manía de dibujar en las cenizas de las varitas. Las guardaba todas, desde el primer día, en un platillo blanco que dejaba junto al ángel. Era lo primero que hacía al levantarse, besar al ángel y dar forma al polvo oscuro que le dejaba los dedos con olor a iglesia. Dibujaba despacio, según los sueños de la noche o los deseos repetidos de cada día, luego miraba hacia arriba. Papá dejo de estar, así, de repente, como acostumbran a pasar las cosas que más nos duelen- Por las noches cenábamos en silencio, la silla de él vacía, yo en un lado, ella en el otro. Mantenía la cabeza inclinada sobre la sopa, los ojos inundados, algunas gotas se le quedaban colgando entre las pestañas con su panza redonda que tiraba para abajo. Me acordaba de papá, de la piscina ¡venga, Diego, tírate! Yo que no me decidía, ahí, parado en el borde. La gota, al final, resbalaba sobre la sopa maravilla dejando una onda chiquita, yo me quedaba embobado contándolas ¡Diego, valiente, tirate! Aún recuerdo su voz grave remarcando cada palabra con una seguridad que siempre envidié. Qué lejos me parecía el agua ¡venga, abajo! Yo parado en el borde como si fuera un abismo imposible y él de pie, a mi lado, parecía estar tan arriba... Venga, acaba de cenar de una vez que es tarde. Una noche se resquebrajó el silencio. Escuchamos el ruido ¡Crac! y algo explotó en mil pedazos. Corrimos hacia la habitación. El gato estaba subido en la cómoda con el pelo aún erizado. Las cenizas esparcidas por el suelo con los trocitos blancos de la porcelana. Se arrodilló, con un estallido de gritos como si la pena le hubiese salido de golpe y las gotas hubieran perdido el miedo porque se tiraban, una tras otra, le mojaban la cara, el escote y rebotaban en el polvo. Yo me arrodille a su lado, lo siento mamá, fue lo único que pude decir pero debió gustarle porque me estrujó contra ella y por primera vezdesde hacía tantas semanas vi que me miraba con los ojos limpios y sentí que mi mundo pequeño y rutinario que se había convertido en algo frágil y lleno de sombras también podía estar lleno de magia.


(relatos escritos para la Escuela de Escritores)

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