Ayer fue mi aniversario, cumplí 12, y mis amigos me
montaron una fiesta. Conseguí que mis padres me dejaran llegar más tarde a
casa. Bueno, no mucho, pero yo le hice a papá esa mueca con la boca que tanto
le gusta. Es algo que siempre funciona. Mientras yo movía mis labios como
un pez él intentaba mantenerse serio, pero nunca lo consigue. Anda hombre, que
se te va a escapar la risa, le dijo mamá. Vale, sólo por hoy, pero te
quiero en casa a las diez.
La verdad es que mi vida últimamente es muy aburrida,
nada de lo que hacía antes me divierte y siempre tengo un montón de deberes que
parecen interminables. Además, en poco tiempo todo parece haberse
descontrolado, incluso mi cuerpo. He ido engordando por todos los lados; mi
cara se ha puesto redonda como una pelota y con un horrible grano en la mejilla
que no consigo hacer desaparecer. En la escuela también hay cambios: han incorporado
unas clases de educación sexual. Los chicos no paran de reírse y de decir
guarradas, acaban siendo insoportables.
Mamá ahora tiene dos obsesiones: la primera es que en
cualquier conversación dirigida a mí antepone las palabras “el día de mañana”,
las siguientes varían según el día. Porque como ella dice “mira nena, en esta
vida todo se acaba pagando”.
A esta primera obsesión ya me he acostumbrado y aunque
la oigo ya no le presto atención. La segunda es la peor: ha decidido hacer
limpieza de mi habitación, lo que en estos momentos significa que tirará todos
los pequeños tesoros que he ido guardando debajo de la cama. Cariño, ya eres
mayor, ¡pero mamá!, no discutas Adriana. Ni siquiera consigo
impresionarla con los gritos ni con los portazos. Así mis pequeños tesoros se
han trasladado al país de Nunca jamás, transportados en una bolsa azul de
basura. Dos peluches ha sido lo máximo que he conseguido quedarme.
Siguiendo con su obsesivo “día de mañana”, mamá
intenta prepararme, como le gusta decir, para una nueva etapa que por lo visto
será decisiva. La palabra pubertad que al principio me pareció un insulto se me
aparece ahora en mayúsculas y negrita. Nuevas palabras, nuevos consejos y una
pesada lista de advertencias.
Lo peor es cuando no puedo darle esquinazo y no se me
ocurre ninguna excusa creible. Me mira, me sonrie con los hoyuelos que se le
marcan en las mejillas, se sienta en mi cama y da unos golpecillos sobre la
colcha con los dedos de la mano derecha para que me siente; los corazoncillos
rojos de su anillo se mueven y de repente lo suelta: cariño, vamos a hablar un
rato. Y yo siento que me hundo un poco más en el colchón y que oiré su monólogo
interminable desde la lejanía; sé que buscaré pensamientos para distraerme
hasta que surja la frase terrible: ¿qué piensas de lo que te estoy diciendo?
Al final, la pubertad llegó ayer a mi vida junto con
mis cumplidos 12 años. No vino cargada de emociones nuevas sinó con una
punzada dolorosa en el vietre y un hilo de sangre que descendió por mis piernas.
No tuvimos un buen principio porque encima me pilló desprevenida en la case de
gimnasia.
Hoy por suerte es sábado y no tengo que madrugar. Cojo
la postal que me regalaron en la fiesta con las firmas de todos y algunas
dedicatorias. “No cambies nunca. Dani” esta es la que más resalta a mi
mirada, aunque la letra es pequeña y está escrita casi en el extremo inferior
de la postal. La apoyo sobre mi pecho con la dedicatoria sobre los ositos rosas
de mi camisón. Miró lo que me rodea: ropa tirada por el suelo, zapatos
desaparejados, apuntes y libros amontonados en la mesa y la lucecita verde del
ordenador parpadeando. Si ahora entra mamá creo que transformará su alegría de
ayer en un ataque directo a mi tranquilidad.
Decido levantarme y ponerme el albornoz blanco.
Sigo encontrándome mal. Hasta las narices estoy ya de la maldita pubertad.
Cuando paso frente al armario me paro delante del espejo. Eh, tía! estás
horrorosa, pienso. Veo a una rubia de ojos verdes con el pelo enmarañado y
ojeras. El grano invencible en la mejilla. Me abro el albornoz, sigo hinchada.
Se suponía que tenías que transformar mi vida no deformarla, es lo único que se
me ocurre gritar a mi reflejo.
Por un momento el reflejo parece tener más poder que
yo misma. Paso las manos por los mechones de pelo caidos sobre los hombros. Los
recojo en la nuca. Ladeo la cabeza para ocultar el grano y algo que no puedo
definir me atrae y me inmoviliza. Sigo recorriendo mi cuerpo con las manos: mis
labios finos, el cuello largo, los pechos pequeños… Mientras lo acaricio
observo cómo se va dibujando un deseo que desconozco en la piel de la figura
que parece mirarme con arrogancia.
De repente oigo los pasos de mamá. Quizás la pubertad
esconde algún secreto que aún no he descubierto. Miro la imagen por última vez
y las cosas que me rodean. Ya es hora de que empiece a hacer limpieza en mi
habitación.
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